"De un solo amanecer se ha de reconstruir la infancia" Luis Miguel Rabanal.
Olleir es un lugar donde todas las cosas devienen como consecuencia
natural del tiempo. Como consecuencia también de sí mismo, Olleir –o mejor
dicho, Riello− se convierte en la tierra natal de nuestro querido poeta Luis
Miguel Rabanal, y no solo en su tierra natal, sino en sus paisajes más
evocadores, un lugar donde la inspiración no se disfraza ni se anda con medias
tintas, como Luis Miguel, y la ubicuidad del silencio se concentra solamente en
los puntos y aparte.
En Riello, León, nace Rabanal un 20 de marzo en 1957. Su espíritu
inquieto y su alma inconformista lo llevan a querer prender fuego, al menos eso
confiesa, a las diversas instituciones religiosas donde estudió. Con
posterioridad, se dedicó a luchar contra el tiempo escribiendo.
No me equivoco si afirmo que su obra, más allá de ser extensa por mero
intento de sobresalir, lo es por el simple motivo de que escribir le otorga la
vida, porque la palabra escrita es su arma y la poesía su medio. Con veintidos
títulos de poesía en su haber (entre edición digital y en papel), se ha
consagrado como uno de los poetas contemporáneos de culto españoles, que para
muchos –como este servidor−, no es sólo un ejemplo de humildad y belleza, sino
que también transmuta en orgullo.
Su obra poética no supone únicamente un intento de escapar del miedo, de
mutilar al tiempo o de reposar las escamas del silencio; sino, más bien, un
canto vitalista a la niñez, un beso dulce en la frente a la memoria,
galvanizando los pesares –es cierto−, pero que con la más cruda de las
sinceridades nos desvela sus fantasías. Títulos como Cáncer de invierno,
Fantasía del cuerpo postrado o Mortajas, nos hacen conscientes del
filo dentado de la vida cuando amenazaba, si podemos recordarlo, con ir en
serio.
Elogio del proxeneta –artefacto rosa y narrativo
como lo califica él−, y Casicuentos para acariciar a un niño que bosteza componen
su obra narrativa. En ambos títulos, el tiempo como hilo conductor de un fino
collar de perlas, las experiencias, las transiciones. Se oyen los ecos de una voz rotunda y
virtuosa, la vejez, las nostalgias y el fantasma del pasado que se atañe a
nuestras cabezas con tesón, “Ignoro cuanto ocurre alrededor, el nombre del
amanecer, las brasas del tiempo.”
El viaje de Luis Miguel por los paisajes de Olleir nos transmuta, nos
desprendemos de las pieles grises y secas de la arquitectura literaria para
centrarnos en el corazón de unas palabras consabidas, dichas de un modo que nos
resultan casi proféticas. Una vida vivida con intensidad y una silla de
compañera. Rabanal escribe y guillotina las construcciones de la conciencia y
rebusca, remete los dedos en la llaga del espanto y del temblor, para que
aprendamos, posiblemente, a respetarlo como a la muerte.
En una ocasión le pedí –a sabiendas de que no le gustan las entrevistas−
que respondiese a dos preguntas para todos nosotros, sus lectores, a lo que se
prestó amablemente.
Mi persona: Qué supone el deshojarse en
ese otoño, la pérdida y el despojo de lo accesorio −lo juvenil− en ese eterno
paso del tiempo. Qué supone para ti el comprender que tu vida es esto y no más.
Qué supone la madurez, cuántas cosas han de cambiar.
Luis Miguel: A un poeta que tengo un poquitín tratado,
me imagino que algo parecido les ocurrirá a los repartidores de butano y a las
ya no tan bellas tonadilleras y a los empleados de banca, claro, y a los
trapecistas y a las muy fieles servidoras del orden incluso, el deshojarse en
ese otoño, como tú apuntas, no le supone más que saber que definitivamente se
ha conseguido un punto bastante raro de equilibrio, que no es mucho saber que
digamos. La edad, o el intríngulis que encierra la edad, la edad denominada
"madura" para más inri, no va a cansarse nunca de repetirnos idéntica
cantinela: lo andado hasta aquí andado está y a partir de ahora ya iremos
viendo. Por otro lado, la vida no es que tenga el sentido que algunos quieren
imponer a fuerza de sobresaltos y decretos, no para mí al menos. Desde mi silla
(ella y yo) vamos por libre, que es una forma un tanto incómoda de expresar que
no nos movemos en absoluto…
Mi persona: Por qué nos resulta tan
dolorosa esa despedida de la infancia, de los tiempos inocentes. Por qué es tan
necesaria la soledad cuando decides poner el punto a la juventud y hacerte
hombre.
Luis
Miguel: En lo que a mí respecta, aún no ha llegado ningún tipo de
despedida de la infancia, que yo sepa, y tampoco se confía en que la vaya a
haber en las próximas semanas. Acaso porque de tanto abusar de la susodicha,
quiero decir, de tanto tirar de ella en mis textos una y otra vez, me he
acostumbrado muy ricamente a sobrevivir con la lejana y maravillosa compañía
literaria de aquellos años, con su memoria. Cierto que la juventud no es
únicamente la ausencia de juicio más ingenioso que se conoce sino también un
campo de maniobras perfecto (padecí el servicio militar en Sevilla, en el RACA
14) para irse haciendo uno a la idea de adulto que aguarda con paciencia
exagerada comprobar los daños colaterales. Pero qué leches, siempre habrá más
adelante tiempo para cualquier cosa. Aconsejo a los jóvenes que tarden cuanto
más mejor en abandonar el territorio. Es curioso, recuerdo que cuando tenía 10
años deseaba fervientemente tener 20, cuando cumplí los 20 deseaba seguir con
20 otros 20 años para darme cuenta, a los 40, que ya estaba todo o casi todo
más que cumplido. ¿Que qué significa lo anterior? Ni zorra…
Cierto es que Luis
Miguel Rabanal, luchador, pensador y escritor ante todo –amigo también− tiene
la capacidad de devolvernos con sus letras a la realidad que habitamos, incluso
si cabe, a la suya propia –aunque sólo la atisbemos por un agujerito− como un
mito que escapa a su presión psicológica. Bien merecida tiene esa calle, La
calle del poeta Luis Miguel Rabanal en Riello –o en Olleir−, que le
concedieron el lunes 8 de Agosto de 2011, y bien merecido tiene el afecto, el
respeto y la admiración de todos aquellos que sabemos apreciar su obra; y que,
más allá de sus palabras, apreciamos su persona y la guardamos dentro de nuestro
pecho, como un regalo del destino.
I
Yo tuve mi cuerpo encadenado
una vez
a la probabilidad de ser angosto,
escasamente enumerable y
oportuno, fui de súbito
alguien que responde a las preguntas más
brutales
con el recuerdo de los días dulces, esos que acontecen
lo
mismo que un fulgor nos quemará en la boca.
Pensaba en las palabras
asombradas
que el atardecer hacía huir con su chaqueta beige
y bajo
los árboles crecía un musgo amarillento y triste,
una forma más de la
pereza,
el cisne muerto de ojos devastados.
Yo siempre creí en mi
propia desolación
y habitaba un mundo descompuesto, mostrándome
su
sangre o su miseria y construyendo con mis manos
todavía páginas sin
rencor repletas de ternura,
pero lo que fue entonces veredicto
horroroso
de las noches casi bárbaras
hoy ya ha sido disuelto en el
vodka taciturno
de ciertas muchachas amigas de su placer si pasa.
A
menudo me digo que enfermar es hermoso.
Quiero ahora encontrar la senda
que borró la bruma
de todos los lugares que amaba, el amor
hecho de
pie detrás de las casonas como un susto
y al aproximarse a mí su rostro
el humo lo desplazaba
a la soledad,
al desmayo de saberse ya
empedernido y roto.
Mis brazos también buscaban la saciedad
para
vencer las ansias de vivir al margen de la vida,
y crecí dentro de ese
engaño.
Cáncer de invierno, Provincia,
León 1998; Premio PROVINCIA.
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